Adicción a una persona: por qué no puedes soltar tras una ruptura

No echas de menos a esa persona.
Echas de menos el chute.
El rato en el que todo dolía menos porque sabías que seguía ahí.
Aunque no te mirara. Aunque estuviera en su propio mundo no compartido.
Da igual. Mientras no se fuera del todo, tú aguantabas.
Ahora no está.
Y algo en ti se encoge, duele y estremece.
No sabes si es pena o ansiedad. Pero no piensas con claridad.
Te levantas pensando en escribir a esa persona. Te acuestas repasando lo último que dijiste.
Cualquier excusa es buena para volver.
Y te repites que es amor.
Pero no es amor.
Es abstinencia.
No estás enamorado: estás enganchado
Lo que te ata no es lo que viviste.
Es lo que sentías cuando esa persona te miraba.
No era amor.
Era alivio.
Un segundo de tregua entre todo lo que te dolía.
Y ahora que no está, te arrastras buscando otra dosis.
Llamas “vínculo” a algo que solo funcionaba cuando te calmaba.
Pero si necesitas que te conteste para dormir,
si no puedes hacer nada sin pensar si le importará,
si te quedas mirando el móvil esperando una señal,
entonces no estás recordando.
Estás consumiendo.
Eso es lo que nadie dice cuando habla de rupturas:
que muchas veces no se echa de menos al otro.
Se echa de menos lo que el cuerpo sentía cuando el otro estaba cerca.
Una especie de colocón emocional que te devolvía la calma.
Aunque fuese falsa.
Aunque durara poco.
Aunque viniera después de hacerte polvo.
Y ahora sin eso, se te viene todo encima.
No sabes quién eres, no sabes qué hacer.
No hay ganas. No hay dirección. Solo vacío.
Y cada día que pasa sin ese chute, el cuerpo aprieta más.
Eso no es amor.
Eso es abstinencia.
Y cada vez que lo llamas “vínculo especial” solo estás alargando el síndrome de abstinencia.
Esto no es tristeza: es química
Tu cuerpo no está triste.
Está buscando su dosis.
Y no importa cuánto hayas leído sobre dependencia emocional.
Esto va más abajo.
Va al sistema que regula la supervivencia.
Cada vez que esa persona te tocaba, te decía algo, o simplemente aparecía…
tu cerebro soltaba dopamina.
Y eso te aliviaba.
Cada vez que se alejaba, entraba el cortisol: estrés, alerta, nudo en el estómago.
Y entonces te ponías en marcha para recuperarlo.
Y cuando volvía… otra vez dopamina. Otra vez alivio.
Otra vez refuerzo.
Así funciona una adicción.
No porque quieras placer.
Sino porque ya no soportas el dolor de no tenerlo.
Y encima, por si fuera poco, la oxitocina te lo sellaba.
Ese químico que se activa con el contacto, la cercanía, el sexo.
Ese que te hace sentir que hay un lazo que no se puede romper.
No es magia. Es biología.
Tu cerebro no distingue entre una droga y una persona si el circuito es el mismo.
Y ahora que no la tienes, no sabes vivir sin ese subidón.
No es que eches de menos a alguien.
Es que tu sistema de recompensa sigue esperando el siguiente chute.
Y si no lo tienes, te apagas.
¿Sigues pensando que es amor?
Dices que echas de menos a esa persona.
Pero no quieres volver para amar.
Quieres volver para calmarte.
Te quedas mirando el móvil como si fuera un gotero.
Un mensaje y te recolocas.
Silencio y se te cae el mundo.
No es amor.
Es ansiedad gestionada con una persona.
Dices que necesitas respuestas.
Pero en el fondo, lo único que necesitas…
es que vuelva.
Da igual cómo. Da igual en qué condiciones.
Te estás arrastrando por una mínima señal.
Y lo llamas intensidad.
Lo llamas historia inacabada.
Lo llamas conexión.
Pero si hoy te dijeran que puedes tener a esa persona de vuelta,
sin cambios, sin mejoras, igual que antes…
¿aceptarías?
Si la respuesta es sí,
entonces no estás buscando amor.
Estás buscando tu dosis.
No, no es tu infancia. Es tu circuito de recompensa.
Puedes hablar de abandono.
De carencias.
De heridas de la infancia.
De tu madre, de tu padre, de tus relaciones pasadas, o de tu bisabuelo.
Todo eso puede ser verdad.
Pero ahora mismo no es lo que te está atrapando.
Lo que te atrapa es el hábito.
Un circuito que tu cuerpo aprendió:
persona → refuerzo → alivio.
Y ahora ese camino está cortado.
Y tú sigues recorriéndolo en bucle…
aunque al final no haya nada.
No necesitas entenderlo todo.
Ni resolver tus traumas.
Ni hacer terapia para “sanar tu apego”.
Necesitas dejar de meterte la sustancia.
Porque mientras sigas recurriendo a la misma dosis,
da igual lo que sepas.
No es una herida lo que te hace volver.
Es la adicción.
No se sale entendiendo. Se sale dejando de consumir.
Puedes analizar cada mensaje.
Releer la última conversación.
Preguntar a diez personas si hiciste bien en cortar.
Darle mil vueltas a si volverá.
Todo eso es parte del enganche.
Es como el ritual antes del chute.
Crees que estás entendiendo.
Pero solo estás preparándote para recaer.
El cambio no empieza cuando por fin entiendes.
Empieza cuando cortas el canal.
Cuando dejas de entrar en su perfil.
Cuando no respondes aunque duela.
Cuando aceptas que sí: el cuerpo grita.
Pero no lo vas a calmar con lo mismo que te destruye.
No es cuestión de fuerza de voluntad.
Es cuestión de estructura.
Sin dosis, el sistema se deshace.
Pero es ahí donde empieza a recolocarse.
Nadie dice que sea fácil.
Pero seguir dándote la droga
y esperar que se te pase la adicción
es una trampa perfecta para no salir nunca.
Cuando Marcelo llegó a su primera sesión…
…no hablaba de adicción.
Hablaba de amor.
Decía que ella había sido el amor de su vida. Que lo entendía como nadie. Que era complicado, sí, pero también intenso.
Y que por eso le costaba tanto soltar.
Le temblaba la voz cuando hablaba de los momentos buenos.
Pero no cuando contaba lo que le había hecho.
Eso lo decía rápido. Como quien se ha entrenado para contarlo sin sentirlo.
No venía a cortar.
Venía a entender por qué dolía tanto.
En la segunda sesión, cuando volvió a hablar de ella,
no había rabia.
Solo espera.
Decía que ya no sabía si quería que volviera,
pero que aún no podía soltar.
Como si se hubiera quedado pegado a algo que no estaba.
Como si no pudiera desenroscarse de ese vacío.
Y entonces le dije:
Imagina esto.
Un cazador coloca un jarrón de cuello estrecho.
Dentro mete un puñado de arroz.
Al cabo de un rato, llega un mono. Mete la mano.
Agarra el arroz.
Pero no puede sacarla: el puño cerrado no pasa por el cuello.
Solo tendría que soltar.
Abrir la mano.
Y se liberaría.
Pero no lo hace.
Porque quiere el arroz.
Porque cree que lo necesita.
Porque se dice que ya ha llegado hasta ahí,
que no va a soltarlo ahora.
Y así se queda.
Atrapado.
No porque el jarrón lo encierre.
Sino porque no puede soltar lo que ya no le alimenta.
No dijo nada.
Solo se quedó quieto.
Con la mirada clavada en un punto.
Ni en mí, ni en el suelo.
Como si le hubieran nombrado sin decir su nombre.
En la tercera sesión, lo trajo dibujado.
Un papel doblado, con un jarrón torcido y una mano cerrada dentro.
Lo dejó sobre la mesa y dijo:
— Estoy empezando a abrir los dedos.
Solo un poco.
Pero ya no aprietan igual.
Y esa fue su forma de soltar.
No a ella.
A la idea de que si soltaba, se quedaba sin nada.
Porque entendió que lo que sostenía ya no era amor.
Era arroz rancio.
Y un puño que se le estaba quedando dormido de tanto aguantar.
🜂 Soy tu sistema de apego
No me importa si lo llamas vínculo, intensidad o historia única.
Yo solo escucho el corte entre presencia y vacío.
Cada vez que esa persona aparecía, mi campana se calmaba un instante.
Cada vez que desaparecía, volvía a sonar con furia.
No te ata el amor.
Te ata mi alarma encendida, buscando la dosis que me apaga por un segundo.
Mientras sigas obedeciéndome, yo seguiré gritando.
Porque no sé hacer otra cosa: mantenerte pegado a lo que calma aunque te destroce.
Y te pregunto ahora…
¿Vas a seguir llamando amor a lo que solo calma tu abstinencia?
Entonces no desaparece el dolor, desapareces tú.
Un poco más cada vez que esperas su señal.
Tu calma no llega sola: llega con factura.
Y el precio es tu forma. Tu pulso. Tu dignidad.
Te dan la dosis. Pero te la cobran entera.
Entonces mi campana ya no suena como orden.
Suena como eco.
Porque aunque sigo alerta, al fin sabes que el peligro no era el otro.
Era quedarte ahí.
Agarrado al arroz rancio de una calma prestada.
Solo una cosa antes de terminar
Y si te pasa como a Marcelo…
No hace falta que cortes de golpe.
Pero sí que empieces a abrir la mano.
Aunque sea un dedo.
Aunque aún te tiemble todo.
Porque si sigues apretando,
no vas a salvar lo que fue.
Solo te vas a romper tú.
¿No puedes con esta ruptura?
Puedes seguir dándole vueltas.
O hablar con alguien que te ayude a moverte de verdad.
Trabajo con personas que no saben cómo soltar, pero tampoco quieren seguir así,
→ Cerrar sin mentirte
Menú del Cuaderno para Superar Rupturas de Pareja
> Adicción a una persona. El enganche
> Disparadores que te hacen volver
> Pensamientos obsesivos tras una ruptura
> Distorsiones cognitivas que te atrapan
> Cómo dejar de idealizar a tu ex
> No podrás soltar a tu ex mientras sigas creyendo que eso era amor
> Duelo tras una ruptura: no se cura con el tiempo ni con perdón
> Lo que aprendiste tras la ruptura y cómo no repetirlo
> Superar ruptura. ¿En qué escenario estás tú?
> «Cómo recuperar a tu ex» (y lo que esa búsqueda dice de ti)
Ir directo
Sobre este lugar
→ Quién soy
(No es una empresa. Hay una persona detrás. Aquí puedes ver quién.)
→ Contactar por WhatsApp (+34 659 88 12 63)
(Si no lo tienes claro, puedes escribir directo. No hay robots.)
→ Fuera del Mapa
(Si quieres entender mejor desde dónde se concibe Apegos Posibles.)